Me dices que el domingo
es tu día favorito de la semana.
De lunes a sábado
estás trabajando en la tienda,
y eso te mata.
Te equivocas,
aunque no eres la única.
Lunes tiene su gracia.
Por la mañana, a la hora
en que los oficinistas
vuelven a empujar
la piedra de Sísifo,
todo se calma.
La calle está vacía.
Sólo los transportistas
se atreven a pisarla
y los jubilados
salen a comprar el pan,
ilusionados,
porque saben que verán
los ojos de esa dependienta
de pechos firmes
y alma de sábado por la noche.
Por la tarde es distinto.
Todo el mundo acude al bar
para sacudirse los restos
de domingo que anidan en sus bolsillos.
Al día siguiente, martes,
todo parece un lunes cualquiera.
A eso de media tarde,
el pelo de las amas de casa
huele a zumo de naranja
y a chocolate con churros.
Las secretarias
piden aumentos de sueldo
y, a veces, al mojar sus labios,
sienten un regusto a playa
que las mata lentamente.
Al caer el sol las peluquerías
despeinan a sus clientas más cotillas.
Miércoles viene sin que nadie lo note.
Se desliza por los cuerpos
de las gentes sencillas
y nos invade con su olor a papel.
Los jueves son especiales.
Muy poca gente lo sabe
pero son ideales
para detenerse
enfrente de las pastelerías y admirarlas.
Cuando todo el mundo
se mueve por inercia
esos establecimientos están llenos
de aromas y de tristezas
envueltas en papel de celofán.
La noche del jueves es despiadada.
Los pezones
de las universitarias
señalan el norte.
La llegada del viernes
lo llena todo de alegría.
Por la mañana
todo es lentamente feliz.
Las papeleras de las ferreterías
están a llenas de tangos.
Cuando llega la noche
todos los gatos
que nunca serán pardos
intentan serlo.
Muchas discotecas
huelen a vómito y a martes.
Todo se vuelve insignificante
y, a eso de las cuatro de la madrugada,
muchas adolescentes
llenan los hospitales de risas y flores.
El sábado
(sabadete, sonrisa nueva y polvete)
es una balanza de amor.
El mundo vuelve a ser mundo.
Sólo trabajan los esclavos
y los individuos con alma
rompen corazones
en algún centro comercial de las afueras.
Prefiero no hablar
del sábado noche.
Me entristece ver esperanzas
por los polígonos industriales.
Luego, a las doce del mediodía
llega el domingo
con un periódico bajo el brazo.
Se sienta y desayuna contigo.
Te rompe el alma poco a poco
y tú eres feliz pensando
que no es ni lunes,
ni martes,
ni miércoles,
ni jueves,
ni viernes,
ni sábado.
Pero el domingo llega tarde
y se marcha temprano.
Justo después de la sobremesa.
Hora en que los cines
empiezan a llenarse de mileuristas
y de reproches.
¡Deja de trabajar!
Que la vida no es vida
si dejamos que los domingos
nos disparen balas de calendario.
miércoles, 14 de julio de 2010
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